jueves, 14 de mayo de 2020

Bibliotecas (Rubén Ángel Arias Rueda)

Me sentiría muy incómodo si se me invitara a hacer una defensa de las bibliotecas públicas. Es tan evidente su importancia que no me veo capacitado no ya para mantener, sino para empezar una conversación con alguien que no vea esa importancia o no quiera verla. Tener que defender este hecho, verme en esa tesitura, sería ya un signo inevitable de que he sido derrotado. 

Además, y en esto voy con Spinoza, nadie nunca ha sido convencido por una razón, por un argumento. Eso que llamamos “convencer” no es otra cosa que un “cambiar de afecto”, y los afectos escapan al poder de las argumentaciones. Uno convence a los convencidos, a quienes contaban con esa predisposición, y así ha sido siempre. 

¿Cómo se llega al convencimiento de la necesidad de bibliotecas públicas? Ni idea.

¿Cómo se llega al convencimiento de su utilidad y su atractivo? Esta es fácil, esta me la sé: con su uso. Con un uso habitual y prolongado. 

No creo tampoco en las defensas humanistas del libro, que es un mero soporte y como tal puede contener cosas extraordinarias e infames, ni de la literatura, a la que los poderes económicos, académicos y políticos menosprecian con una mano y ensalzan con la otra, según les convenga. 

¿La literatura nos hace mejores? Pues de nuevo: ni idea.

¿La bibliotecas abundantes y muy pobladas nos mejoran? La respuesta aquí es un sí tan rotundo que no lo estropearé con ninguna demostración. Nos mejora que los libros sean muchos y accesibles, y que se encuentren dispuestos por materias, primero, y alfabéticamente, después, al margen del orden que el mercado querría imponer sobre ellos. 

Y aunque ya se haya adivinado creo que debo, con énfasis, reconocer que soy un usuario tenaz –terco, muy burro– del libro impreso, en el cual sigo encontrando unas nada nostálgicas ventajas para la lectura y el estudio. En consecuencia, lo que –más allá de la abundancia– me parece que debe ser reivindicado –y sin saber muy bien del todo a qué me refiero (ni falta que hace)– es el placer, el detenimiento, el tiempo perdido y recobrado y vuelto a perder no solo en la lectura, sino también en las búsquedas y encuentros azarosos que el andar entre las baldas propicia continuamente. 

Esto último es imposible sin el espacio tridimensional de las bibliotecas y sin la tridimensionalidad de quienes las atienden y las conservan, pues no hay logaritmo capaz de dar con la cifra no ya de los gustos personales (tan poco personales y tan logarítmicos a nada que se indague en ellos), sino de los caprichos de quien merodea entre muchos libros juntos. 

El espacio tridimensional de las bibliotecas y las personas. En ello veo, al menos, una clave. El espacio tridimensional y nuestra capacidad –es casi un don– para perdernos en él.